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jueves, 18 de octubre de 2007

Discurso de Sócrates a los atenienses que acababan de condenarle a muerte

Por no querer esperaros muy poco tiempo, atenienses, vais a ser reprobados y acusados por los que quieran difamar la ciudad acusándola de haber hecho morir a Sócrates, hombre sabio —porque dirán que yo era sabio, aunque no lo sea, los que os quieran insultar—, y si os hubieseis esperado un poco, ello os hubiera venido por sí solo, pues ya veis que mi edad es avanzada y se halla tan lejos de la vida como cerca de la muerte. Y no digo eso por todos vosotros, sino por los que han votado mi muerte. Y todavía les diré otra cosa. Tal vez penséis, atenienses, que por falta de hallar razones para persuadiros no he dicho todo cuanto era menester para huir la acción de la justicia. Muy lejos de eso. No ha sido por falta de razones, sino por falta de osadía y de descaro, y por no haberos querido decir todas esas cosas que tanto os hubiera complacido escucharme: mis lamentaciones y plañidos, y todas las demás acciones y numerosas palabras, indignas de mí, como ya os he dicho, que acostumbráis oír a los demás; pero ni entonces me ha parecido tener que hacer, por miedo al peligro, cosa indigna de un hombre libre, ni ahora me arrepiento de haberme defendido de ese modo, sino que prefiero morir después de defenderme así, a vivir habiéndome defendido como ellos. Porque ni ante los tribunales ni en la guerra, ni a mí ni a hombre alguno, debe ser permitido usar toda clase de procedimientos para evitar la muerte. Porque en las batallas se hace a menudo evidente que muchos podrían escapar de la muerte arrojando las armas o aplacando con súplicas a quien los persigue.

Y hay otras muchas maneras, según la clase de peligros, para evitar la muerte cuando un hombre se halla dispuesto a decirlo y a hacerlo todo. Que no es lo más difícil, ciudadanos, evitar la muerte, sino mucho más difícil evitar la maldad, que corre más aprisa que la muerte. Por eso yo, que soy viejo y ando ya tan despacio, me he dejado alcanzar por la más lenta de las dos; mientras mis acusadores, que son más vigorosos y pueden correr más, se han dejado atrapar por la más rápida: la maldad. Yo ahora me iré cargado con vuestra pena de muerte; pero ellos, condenados por la verdad con la pena de infamia y de injusticia. Yo soportaré mi pena y ellos la suya. Que esto es tal vez lo que debía ocurrir, y pienso que está bien como está.

Después de esto, deseo haceros un vaticinio a los que me habéis condenado. Porque yo me encuentro en un momento en que los hombres pueden vaticinar:

cuando están a punto de morir. Pues bien, yo os digo, hombres que me hacéis matar, que tendréis inmediatamente después de mi muerte vuestro castigo, y mucho más cruel, por Zeus, que la muerte a que me condenáis. Pues ahora habéis hecho esto pensando haberos librado de tener que dar cuenta de vuestras vidas, y os vendrá todo lo contrario; os lo aseguro. Ahora os saldrán los censores, y en mayor número: que yo hasta ahora los contenía y no lo sabíais vosotros. Y serán mucho más severos cuanto más jóvenes sean, y os mortificarán mucho más; porque si pensáis que matando a los hombres impediréis que nadie os repruebe el no vivir como es menester, no reflexionáis bien. Pues el deshacerse de ellos de esa manera no es jamás, en efecto, del todo posible, ni es honrado, sino que es más fácil y más honrado no atajar el camino a los demás y esforzarse uno mismo en volverse lo mejor posible. Esto es lo que a vosotros, los que habéis votado en contra mía, os predigo al retirarme. En cuanto a los que han votado mi absolución, yo conversaré con ellos de buen grado acerca de lo que acaba de suceder, mientras los magistrados vayan cumpliendo su tarea y yo espere que me lleven donde deba morir. Quedaos, pues, durante ese tiempo junto a mí. Que nada nos impida conversar mientras podamos hacerlo, porque por ser mis amigos os quiero explicar lo que me ha sucedido y lo que significa. Me ha sucedido, jueces —ya que a vosotros más que a nadie podría llamar jueces—, una cosa de maravilla. Aquella acostumbrada voz profética, la de mi demonio familiar, que siempre, hasta ahora y tan a menudo, me ha hablado, conteniéndome en las cosas más insignificantes, cuando yo estaba a punto de no proceder bien, ahora, cuando me ha sucedido lo que todos habéis podido ver, una cosa que a muchos parecería y ellos juzgarían ser como un mal extraño: ni cuando he salido esta mañana me ha detenido aquella señal del dios, ni cuando me venía hacia esta tribuna, ni mientras ante él hablaba, en nada de lo que me proponía decir. Y sin embargo, otras veces, en medio de lo que iba diciendo, me venía a interrumpir. De manera que ahora en este asunto, no se me ha opuesto nada en ninguna de mis acciones ni de mis palabras. ¿A qué causa debo atribuir esto? Yo os lo diré: es muy probable que lo que me está pasando sea un bien, y sin duda nos equivocamos si creemos que el morir sea un mal. Y de esto he tenido una gran prueba. Y es que la señal no hubiera dejado de oponérseme si hoy no hubiese yo salido a hacer algo bueno. Y todavía conoceremos en otra cosa cómo es menester esperar mucho que esto sea un bien. El morir es de dos cosas una: o es para el que muere no ser nada ni sentir nada ni pensar nada; o, como suele decirse, viene a ser una especie de cambio y tránsito del alma, de aquí a otro lugar. Si no hay en la muerte sentimiento alguno, sino que viene a ser como el sueño que experimenta el que duerme y no sueña ni ve nada, la muerte debe ser una maravillosa ventaja, pues yo estoy cierto de que si alguno escoge una noche en la que haya quedado dormido sin ver ningún sueño, y compara esa noche con las demás noches y los demás días de su vida, y ha de decir pensándolo bien qué días y qué noches ha vivido mejores que esa noche, hallará muy contadas las noches como ésa junto a los días y las noches como aquéllas; por eso, si la muerte es una cosa así, yo sostengo que es una gran ventaja. Porque entonces todo el tiempo no debe parecer sino una sola noche.

Pero si la muerte es un viaje de aquí a otro lugar, y son verdad las cosas que se dicen, de que allí se encuentran todos los que mueren, ¿qué bien mayor que éste habrá, jueces? Pues si el que llega al Hades, ya librado, en efecto, de esos que se llaman jueces, se halla con los que son jueces de veras, los que según se dice juzgan allí abajo, Minos, Radamante y Eaco, y Triptólemo y todos los demás semidioses que han sido justos durante su vida, ¿diremos que éste es un viaje despreciable? ¿Y qué no daríamos para poder tratarnos con Orfeo y Museo, y Hesíodo y Homero? Yo quisiera morir muchas veces si todo eso fuese verdad. Y además, ¿qué admirable ocupación no sería, sobre todo para mí, cuando me hallase junto a Palamedes y Ayax, hijo de Telamón, u otro alguno de los antiguos muertos por sentencia injusta, comparar mi desgracia con la suya? —me parece que no sería cosa desagradable—. Y sobre todo pasarme el tiempo como aquí, interrogando y examinando a los de allá abajo, para ver si alguno es sabio y si alguno cree serlo y no lo es. ¡Qué no se podría dar, jueces, para poder examinar al que condujo a Troya aquel numeroso ejército, o a Ulises o a Sísifo, o a otros mil que podríamos nombrar, hombres y mujeres, con los cuales fuera inefable de tanta felicidad conversar allá abajo y tratarse con ellos y examinarlos! Porque allí, a lo menos, no hacen morir por esas cosas: y entre otras dichas, que no tenemos los de aquí, los de allá abajo son inmortales, si es verdad lo que se dice. Así pues, jueces, es menester que tengáis buena esperanza en la muerte, y en reconocer como cosa verdadera que no hay ningún mal para el hombre bueno mientras vive ni cuando muere, ni su causa es nunca descuidada por los dioses. Pues nada de cuanto ahora me sucede viene del azar, sino que me es evidente que el morir y liberarme de los pesares de la vida es lo mejor que podía sucederme. Por eso la seña no me ha prohibido nada hoy, y yo no me quejo de los que han votado mi condena ni de mis acusadores. Es cierto que no me han condenado y acusado sino creyendo que me perjudicaban. Y esto podría yo echárselo en cara con razón.

Con todo, les agradecería una cosa: ciudadanos, cuando mis hijos sean mayores, castigadlos, inquietadlos de la misma manera como yo os he inquietado, cuando os parezca que prefieren el dinero y otra cosa cualquiera a la virtud; y cuando se figuren ser algo no siendo nada, reprendedlos como yo os he reprendido, porque no se ocupan en lo que deben ocuparse y se dan importancia no siendo nadie. Y si lo hacéis así, ellos y yo os tendremos que agradecer vuestra justicia.

Pero ya es hora de irnos: yo a morir, vosotros a vivir. Quien de nosotros se lleva la mejor parte, no lo sabe nadie sino el dios.

Platón

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