Como cada mañana, ella daba los últimos retoques a su maquillaje frente al espejo del baño, a los sones del segundo movimiento de su concierto favorito de Mozart, que le proporcionaba serenidad para afrontar el día. Al mismo tiempo, él se ajustaba el cuello de la camisa, también frente a un espejo, mientras desde la sala acudían los acordes de la difícil Sonata fácil de Mozart; la repetía siempre a esa hora, porque terminaba de darle ánimos. Ambos hubieran podido verse frente a frente, de no ser por los espejos y esa pared medianera que separaba los dos cuartos de baño de dos casas simétricas, de dos edificios colindantes.
Minutos después, ella tomaba el ascensor, descendía siete pisos y salía a la calle diecisiete. Casi a la vez, él bajaba también en ascensor siete plantas, para pisar poco después la acera de la calle dieciocho. Había huelga de autobuses, y cada uno hubo de hallar su modo de acudir al trabajo.
Pasaron diez horas. Afuera languidecía ya la tarde, y el planeta Venus se hundía rutilante en el ocaso, cuando ambos se hallaban de nuevo frente a frente, en un vagón abarrotado del metro. Sin pared intermedia esta vez. Así que se vieron. Y se miraron. Y se gustaron. Mucho.
― ¿Baja aquí? ― preguntó él algo más tarde.
― Sí ― sonrió ella, con chispitas en los ojos.
Poco después, en la cafetería de la estación del metro, ella le dijo que se llamaba Ivette, porque era de ascendencia francesa. Él le dijo que qué casualidad, que él se llamaba Ivo, aunque no sabía por qué. Ella le contó que releía con frecuencia a Proust, porque siempre le descubría algún matiz nuevo, a veces sobre aromas, otras sobre la forma de mirar con ojos nuevos las cosas cotidianas. Él opinó que Proust le parecía en exceso prolijo, pero a cambio le recitó unos versos de Baudelaire, para impresionarla. Ella se mostró impresionada. A él le gustó la discreción del perfume silvestre de Yvette. A ella la sobria elegancia del reloj de Ivo. Él le habló de la película que recién había visto y de la espléndida frase que pronuncia el replicante cuando, sintiéndose morir, deja volar libre a una paloma. Ella aprovechó para atraerlo a su terreno, y pasaron filosofando un rato. Cuando terminó su café con leche y su madalena, ella sabía que había encontrado al hombre de su vida. Cuando acabó de apurar su café, él pensó que tenía una aventura.
Minutos más tarde, en el corredor del metro, los dos se sorprendieron viendo sus rostros tan cercanos, cuando se agacharon espontáneamente para dejar unas monedas en la cestita del violinista que tocaba en el pasillo. Ivo se ahogó en la insondable mirada de Ivette. Ella leyó todos los secretos de Ivo en los claros ojos de él, y fue así como supo que había dado con su amor eterno. Él no supo nada. Un minuto más tarde, se besaban con ternura junto a la pared, cerca del violinista, que tocaba especialmente para ellos el Trino del diablo de Tartini.
Y entonces sucedió. Ella, como era de ascendencia francesa, sintió algo así como un «tremblement», lo cual afirmó su amor. Él, a pesar de la emoción, se dio cuenta de que estaban viviendo un terremoto real y de gran intensidad. Casi no se habían repuesto cuando una muchedumbre, que trataba de alcanzar presa del pánico la superficie de la calle, abarrotó en avalancha el corredor, arrastrando separadamente a los dos en direcciones opuestas en un remolino asfixiante. Se estuvieron buscando hasta el amanecer, pero no se encontraron.
Una mañana, muchos años más tarde, ella se ponía las lentillas frente al espejo, y se aplicaba un toque de perfume de nombre francés y aire de campiña italiana. Al fondo sonaba el Trino del diablo, que no había dejado de escuchar desde aquel día. Se preguntaba por qué, si bien podemos ir «en busca del tiempo perdido», nunca nos es dado regresar para capturar ese momento exacto que se nos escapó para siempre quizás. Aunque quién sabe, es posible que se hubiera tratado tan sólo de una aventura.
A la vez, al otro lado del espejo, él se afeitaba una barba que se insinuaba canosa, mientras los altavoces de la sala repetían un día más la melodía de Tartini. Meditaba la cuestión de los universos paralelos, cuando le dio por pensar en la irreversibilidad del tiempo, que le había arrebatado a la que, quién sabe, hubiera sido seguramente la mujer de su vida, porque al fin y al cabo era probable que, como dijo una vez Oscar Wilde, «la única diferencia entre una aventura y un amor eterno es que la aventura dura un poco más».
P. Crespo
2 comentarios:
A Guy de Maupassant también le hubiera gustado este relato.
¡Y a mí!
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