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martes, 27 de mayo de 2008

Manhattan y las cosas por...(V)


"La precariedad de mi estado financiero había sido, hasta la edad de doce años, el único problema sin complicaciones de mi vida. Pero una nueva dimensión iba a añadírse...¡Y yo estaba bien preparado para ella!

El caso es que el amor se apoderó de mi cuando tenía doce años. Llevaba aún pantalones cortos, pero un tenue vello empezaba a brotar de mi labio superior. Una jovencita, también de doce años, vivía en el apartamento de encima del nuestro. Tenía "una buena figura". Además de su buena figura, tenía numerosos tirabuzones castaños que caían agradablemente sobre su cuello, y dientes tan uniformes como los granos de una mazorca de maíz en un año de buena cosecha. Gracias a unas hábiles maniobras mías ella invariablemente me encontraba en el descansillo cada vez que subía a su piso.

Yo había estado ahorrando mis centavos durante cierto tiempo y finalmente había acumulado el dinero necesario para invitarla al teatro de variedades Hammerstein's Victoria. Yo nunca había estado allí, pero lo había oído mencionar frecuentemente. Tenía ahorrados 70 centavos y lo había calculado todo minuciosamente. Dos localidades de segundo anfiteatro, 50 centavos... Tranvía de ida y vuelta, 20 centavos. Total: 70 centavos. Hubiésemos podido ir andando, pero vivíamos en la Noventa y Tres Este, y el teatro estaba en la Cuarenta y Dos Oeste. Estábamos en enero, los días eran cortos y el tiempo ofrecía una imitación bastante buena de Laponia.

Cuando descendimos del tranvía en Times Square, Lucy estaba encantadora y yo muy guapo. Pero un granito de arena se había introducido en el engranaje. El granito de arena era un vendedor ambulante. Estaba instalado ante el teatro y vendía dulces de coco a cinco centavos la bolsa. Fiel a su sexo, Lucy contempló al vendedor y murmuró que el dulce de coco era su golosina predilecta y que cuál eran mis intenciones al respecto. Yo hice lo que todos los tontos han hecho en todas las épocas, cuando la belleza pide algo. Lo que aquella belleza no sabía era que su indiferente petición había echado por los suelos mi cuidadoso presupuesto y me había arruinado la tarde incluso antes de empezar.

Nos instalamos en el segundo anfiteatro, lejos, muy lejos del escenario. Los actores parecían enanos y los sonidos que preferían apenas si eran audibles desde nuestro observatorio. Más fuerte que las voces de los actores, sin embargo, era el continuo crujir de los dulces de coco, a medida que cada uno de ellos se deslizaba graciosamente por el bello gaznate de Lucy. Tal vez ella estuviese demasiado absorta en la representación para ofrecerse a compartir conmigo los dulces, o quizá supusiera que yo era diabético y, sintiendo por mí un amor loco, no deseaba poner en peligro mi salud. Cualquiera que fuese el motivo se los comió todos, migajas incluidas.

Quedé algo afectado por el egoísmo de Lucy, pero tenía ante mí un problema que me hizo olvidar incluso los dulces que no llegué a probar. Aunque registré esperanzadamente en mis bolsillos, únicamente encontré en ellos una solitaria moneda de cinco centavos. La vida era barata en aquellos días, pero no tanto como para que dos viajeros pudiesen subir a un tranvía por sólo cinco centavos.

La representación por fin terminó. Salimos en silencio del teatro. Al hallarnos en la calle nos encontramos con la oscuridad y una furiosa tormenta de nieve. Ahora me siento terriblemente avergonzado acerca de esto, pero recuerda que sólo tenía doce años, que hacía un frío tremendo y que Lucy se había comido todos los dulces. Además, si ella no me hubiese obligado a comprarle los dulces, me habrían sobrado diez centavos, suficiente para que ambos pudiésemos haber regresado a casa en tranvía.

Pese a todos los argumentos convincentes, todavía me quedaba algo de honor. Me volví hacia ella y le dije:

- Lucy, cuando salimos para el teatro de Hammerstein yo tenía setenta centavos, lo suficiente para las entradas y para el viaje de ida y vuelta. Yo no había proyectado comprar dulces. Yo no quería dulces. Has sido tú quien los ha pedido. Si llego a saber que querías dulces hubiese retrasado la invitación unas pocas semanas más. El caso es que sólo me quedan cinco centavos. Recuerda, Lucy, que tú te has comido los dulces y sabes muy bien que tengo perfecto derecho a irme a casa en tranvía y a dejar que tú regreses andando. Pero ya sabes que estoy loco por ti y que no puedo hacer tal cosa sin concederte una oportunidad. Escucha con atención. Voy a tirar esta moneda al aire. Tú eliges cara. Si sale cara tú tomas el tranvía. Si sale cruz, lo tomo yo.

Los dioses estaban de mi parte. Salió cruz.

Por alguna extraña razón, Lucy nunca volvió a dirigirme la palabra. La última vez que me vio fue como si yo hubiese muerto. Y, de llevar ella un cuchillo, seguro que lo hubiese utilizado.

De "Groucho y yo" por Groucho Marx

1 comentario:

Alina M dijo...

Un ejemplo de sabiduría salomónica, además del humor.