
   En mis tiempos había tiempo.
          Recuerdo bien que por ejemplo
          la higuera derramaba esparcimiento
          y una rosa nos duraba
          mucho más que cualquier empleo.
          Por otra parte las siestas
          se pedían prestadas a la muerte.
Quizás el tiempo era como las frutas,
          se regalaba a los vecinos
          después de verlo madurar.
          Se compartía en las veredas,(1)
          entre abanicos y señores
          de sosegada camiseta, (2)
          mientras parsimoniosamente
          iban escobas y venían
          amontonándolo como importante.
          Y  la eternidad, sentadita
          en su silla de paja, porque sí.
               Es que era siempre tan temprano
          y tan segura la abundancia,
          la inundación de treguas oportunas,
          que se guardaba el tiempo en los sombreros
          y un día se lo derrochaba todo
          en un solo saludo, saludando.
Uno viajaba en libro a todas partes
          y visitaba diferentes ocios:
          el de al lado, el de enfrente, el de las tías.
          No se había inventado
          el maleficio de la prisa, no.
          De ninguna manera. Los espejos
          esperaban de sobra
          que uno peinara su pausado pelo,
          que uno se terminara de encontrar.
El tiempo era un perfume y no venía
          nadie a medirlo ni guardarlo en cajas.
          Los trenes todo lo que hacían
          era aludirlo en los horarios.
Se podía llorar a gusto
          porque eran lentos los rincones,
          o quizás porque había aún macetas (3)
          donde depositar una lágrima
          sin que las flores se opusieran.
          0 porque la llovizna hablaba
          en un idioma sin resentimiento.
Todos usaban tiempo y lo perdíamos,
cómplices de su lujosa concurrencia,
y hasta el hastío
          era un modo de ser de los balcones
          que enternecía delicadamente.
Creo que todavía queda un poco
          de tiempo verdadero, pero lejos.
          Pero muy lejos, en algunos patios,
          refugiado en aljibes.
Se queda todavía en niños solos
          que reinan sobre umbrales
          y en la lustrada majestad del gato.
          Supongo, ya no sé, nada sabemos.
Tiempo sin ser castigo.
Yo llegué a conocerlo: está enterrado
en lo más vivo de mi corazón.
Después vinieron los relojes.
María Elena Walsh
Notas:
(1) aceras
(2) prenda de algodón, sin cuello y sin mangas
(3) tiestos para plantas
La pintura es de Pierre Auguste Renoir

 
 
 
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2 comentarios:
Este poema es una maravilla, como lo es también la reflexión que encierra acerca de cómo hemos dañado el paso natural del tiempo.
Maceta y camiseta son en España palabras de uso corriente, con la misma acepción que en Argentina. Vereda se usa, pero no para señalar las aceras sino uno de esos caminos naturales que se han formado en el campo por el paso constante de personas o a veces también de ganado.
Increible poema de esta mujer adelantada, gracias por compartirlo
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