Tenía motivos para lamentarse, porque hacía tiempo que había constatado el desafecto de Paco. Hubo una época en que hubiese dicho que hasta flirteaba con ella. Fue la vez que recorrieron las playas de la isla de Fuerteventura. Recordaba las mañanas en que él dejaba disiparse las horas, de pie junto a la orilla, la mirada perdida en el mar, el mar de todos y de nadie, el mar espejo del cielo, el mar de los apátridas de espíritu, el mismo mar que Homero pintó con palabras cuando lo describiera como el de la risa innumerable. Cuando el sol se apoyaba en la espalda de Paco, ella aprovechaba para jugar en el agua con el agua, envuelta a veces en los rizos de la espuma o haciendo el muerto en otras ocasiones, amparada en la silueta de su hombre. Y cuando el sol se disponía a ocultarse ruboroso tras la cortina del horizonte, ella pasaba el rato tumbada en la arena, la mirada de paseo por las nubes y el pensamiento puesto en ningún sitio.
Ahora, sin embargo, todo iba cobrando el amargo sabor del fracaso, especialmente desde que se habían mudado al barrio antiguo de la ciudad. Paco solía llegar a casa desplomada ya la tarde, nada de hola qué tal estás y, luego del ya basta de corbata y chaqueta, reaparecía con el jersey raído que a ella tanto la ofendía. Las más de las veces, tras una breve consulta a la nevera, él decidía cenar fuera de casa, y ella lo acompañaba siempre, muda y fiel como una sombra.
Todas esas reflexiones, llegado es el punto de aclararlo, se las hacía la sombra de Paco. La sombra física queremos decir, esa que proyecta un cuerpo cuando se interpone en el trayecto de la luz. La sombra de Paco era, como sin duda se percibe, un caso especialmente singular, se diría que inaudito, de sombra: dada no sólo a la reflexión, como ya ha quedado dicho, sino también a la refracción y en ocasiones extremas, en especial en noches de plenilunio, a la rarefacción. No es un caso común, pero figura catalogado en incunables de taumaturgia como perteneciente al género de los ectoplasmas, especie umbra, variante tenebrae.
No soportando más esa mortificante situación, Sombra había empezado a dar señales de que las cosas no marchaban bien, mostrando algunas ausencias que Paco, que había hecho de su pareja una costumbre, seguía sin advertir, acomodado como estaba a que ella lo siguiera siempre a todas partes.
Una tarde de otoño, cuando volvían de cenar en la tasca de casi siempre, ella decidió así de golpe que esto se había acabado, y aprovechó el reciente encendido del alumbrado público para esfumarse. En el instante en que las luces de la plaza asfaltada la multiplicaban en cuatro copias, las tres más tenues dejaron que la silueta principal siguiera a Paco, hasta que se cercioraron de que éste permanecía sin apercibirse del cambio. Entonces dieron un tirón de la silueta que restaba, y las cuatro se proyectaron sobre una pared, doblaron la esquina de la calle más estrecha y se marcharon por allí mismo, plegándose y desplegándose, afirmándose en el suelo adoquinado o asiéndose a un balcón cuando era necesario, para evitar las luces de las farolas más agresivas.
La euforia de la recién estrenada libertad la impulsó a plegarse, replegarse y extenderse por puro placer a lo largo y a lo estrecho de las calles del casco antiguo, en una verdadera exhibición de papiroflexia; de «origamí» pensó más bien, porque, sombra como era, algo tenía de chinesca, y gustaba de términos orientales. Lo primero que hizo fue jugar a los pliegues de la pajarita, tal como la recordaba del libro de Unamuno que había alcanzado a leer en una ocasión a hurtadillas por encima del hombro de Paco. Luego hizo el barquito, y al rato el gorro de los locos. Algo más le estaba costando, y así lo reconocía, plegarse para adquirir la forma del dromedario, cuando descubrió el que no supo si juzgar de bar de copas o simplemente de tugurio, a la vista de su aspecto externo, que mostraba un aire en parte de abandono auténtico y en parte de ruina de expreso diseño.
Lo que le llamó la atención fue el nombre: «La oscura sombra» rezaba el letrero, formado ingeniosamente por las sombras de unas letras hurtadas de la vista junto con el foco proyector. No tuvo problemas para entrar. Se plegó por completo y se coló de rondón y de costado por el quicio de la puerta. Ya en el interior del local, se encontró a sus anchas al comprobar que se hallaba prácticamente a oscuras. El lugar, en efecto, tenía la oscuridad por lema, tanto que se había puesto de moda para concertar citas a ciegas propiamente dichas; las parejas se encontraban allí, se reconocían mediante consignas apropiadas y, dado que apenas podían verse, descubrían lo mejor de sí mismas, es decir su belleza interior; el resto, como me consta que todos ustedes dan por supuesto, es cosa por demás secundaria.
En un santiamén entendió cómo funcionaba el protocolo. Bastaba con arrimarse a la barra y elegir uno cualquiera de los vasos en ella dispuestos, que se podían distinguir porque estaban rematados por tres pequeñas pinzas sujetas al borde del cristal y pintadas con fosforito de distinto color. El brillo de esos fosforitos era toda la luz permitida, y lo que hacía posible, en su función de diminutos farolillos, orientarse en el interior del local. Sombra eligió el vaso más cercano y sorbió un poco: ron, agua un punto azucarada, hojas de menta, hielo picado... la vida es una tómbola y a ella le había tocado un mojito.
Una voz femenina sentada a la barra le hizo una observación:
— ¡Caramba! —le dijo— tus fosforitos forman el final del arco iris: azul, añil y violeta.
—Es curioso, sí —admitió Sombra, alegrándose de que le dieran conversación. — ¿Vienes mucho por aquí? —quiso saber, haciéndose pasar por habitual e imitando la voz de Paco.
—Bastante, aunque solamente a observar —respondió la joven voz, y le contó que era meteoróloga, pero que lo que en verdad hubiera querido ser era astrofísica, y que aquel ambiente le gustaba porque le hacía soñar con los primeros tiempos del Universo, no mucho después de la Gran Explosión, hablando en términos relativos, ya te haces la idea.
— ¿Ves? —y, con un movimiento de su Bloody Mary rojo-rojo-rojo, le señaló un rincón, en el que un grupo multicolor de puntos parecía danzar sin distanciarse apenas de un centro imaginario— allí se ha formado hace poco un cúmulo estelar.
Luego le contó la historia del pianista cuya presencia se adivinaba en el rincón del local, de donde llegaban las notas desmayadas de un vals de Chopin, surgidas en un delicado «pianissimo» rayano en lo imposible.
— Ahora es un hombre acabado —le explicó—, que ha aceptado este trabajo para no sentirse ocioso, pero en su día tuvo cierto renombre, y había quedado finalista en más de un concurso de virtuosismo. Tiene una malsana obsesión por ese vals que ahora suena, porque estuvo presente el día en que lo tocó su amigo Dinu Lipatti, cuando se creyó equivocadamente curado de su enfermedad. Dice que trata una y otra vez de reproducir el sentimiento que le embargó en aquella audición, aunque nunca queda satisfecho. Hubo críticos que pusieron reparos técnicos a esa célebre ejecución de historia tan triste como conmovedora, pero el sentimiento, ya sabes, conoce sendas que a la razón le resultan ignotas.
Confianza y mojito sumados, Sombra le dio a la voz femenina el nombre y el teléfono de Paco, y le pidió que lo llamara un día de estos. Sufría sentimientos encontrados —la carcoma de tanto desprecio sufrido había generado residuos de rencor—, pero lo hacía movida por cierta sensación de remordimiento, ahora que lo había dejado solo. A continuación se acercó al piano, en cuya tapa depositó su vaso de final del arco iris. Y allí fue donde hizo presa en ella la sed de venganza. Fue tan sólo una idea fugaz inicialmente, pero pronto la atenazó de súbito con una sensación de rabia irresistible. Tampoco quiso resistirse.
Al comisario y a su ayudante no les resultó difícil dar con Paco. Tenían el nombre y el teléfono que les había proporcionado la meteoróloga de vocación frustrada, y allí estaban también las huellas dactilares en el único vaso hallado sobre el piano, y que no dejaban lugar a dudas. Lo insólito de aquellas huellas es que se hallaban impresas en negativo, pero nadie se cuestionó la razón de semejante rareza.
El diagnóstico del forense fue también ciertamente curioso:
—El cadáver presenta un corte en la yugular —explicó— pero causado por un objeto tan delgado que más que de una fina cuchilla diría que se trata, si ustedes me permiten la disparatada metáfora, de algo tan extremadamente delgado como una sombra. Como una sombra, sí, como una sombra.
Pedro Crespo
2 comentarios:
Señor Pneuma, felicite a D. Pedro Crespo por este palpitante relato.
¡Un buen cuento!
Se presta para ser filmado...Tal vez el Flaco pueda musicalizarlo.
Un saludo.
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