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lunes, 26 de noviembre de 2007

Un libro, por cualquier otro nombre

"En el próximo siglo, no habrá más libros", escribió Lyotard veinte años antes de que terminara el siglo XX. El filósofo francés no se refería sólo a la desaparición del libro como objeto.

Todo el mundo sabe que las pantallas, las bases de datos e Internet tomaron funciones que los libros desempeñaban en el pasado. Una enciclopedia impresa sobre papel, por ejemplo, era un hipertexto real antes de que se inventara el hipertexto virtual. En ella el alfabeto impone su desorden y las búsquedas son como en una especie de google primitivo que dan sólo un resultado por vez. Pero, como en el hipertexto virtual, adivinamos que en invisibles y sucesivas pantallas habrá más palabras y más dibujos, mapas y fotografías.

"En el próximo siglo, no habrá más libros" es una profecía que anuncia que la cultura del Libro (con mayúscula, no sólo objeto sino símbolo) pertenece al pasado. Los judíos, los musulmanes, los cristianos, los comunistas, los nacionalistas y los socialistas giraron en torno a un libro sagrado, inspirado en ocasiones por Dios mismo. El Libro era una representación de la palabra entregada por Dios al mundo o de la Verdad que un filósofo había descubierto para emanciparlo. Tenía aura. Cuando Lyotard dicta sentencia al libro, lo que quiere decir es que esa aura sagrada no acompañará a los libros en el siglo XXI. Seguirá habiendo libros, pero ya no un Libro. Sin embargo, el fundamentalismo religioso, es decir la pretensión de extender a todos los hombres y mujeres prohibiciones o deberes que existen sólo para los creyentes, es un rasgo bien propio de este nuevo siglo y sería injusto considerarlo sólo un producto del Libro islámico.

Durante mucho tiempo, se pensó que a partir de ideas escritas en libros podía enunciarse un argumento sobre la "buena" sociedad y su gobierno. Por esta razón los libros, especialmente la literatura, la filosofía y la historia fueron decisivos en la formación de los estados modernos. Ese fue el caso de muchos países latinoamericanos, donde la república surgió como creación consciente de una voluntad intelectual nacional. Sarmiento había confiado a un libro, su Facundo, desentrañar las claves de los territorios que iban a organizarse como Argentina. Viajó a París y, según él mismo cuenta, se paseaba por las calles donde funcionaban las grandes revistas de la época con la pretensión de que ese libro fuera traducido y publicado. No era un gesto de simple egolatría sino un acto de convicción: conocer el enigma latinoamericano haría posible organizar un estado. Por eso, pensó también que Recuerdos de provincia era una de sus mejores credenciales para aspirar al gobierno. Alberdi escribió Las bases
como fundamento institucional de una futura república posible.

Después de ser presidente, Sarmiento fue director de Escuelas: el orden en que desempeñó uno y otro cargo indica que pensaba que la batalla por la educación era esencial. En efecto, las escuelas fueron un eje del programa republicano y, en muy pocas décadas, incorporaron a centenares de miles de inmigrantes, hijos de inmigrantes y criollos. No eran escuelas donde se respetara la diversidad cultural que esa gente traía de sus lugares de origen. El ideal republicano era culturalmente represivo: se buscaba construir un argentino, no un ser atravesado por el relativismo de todas las culturas. Pero construyéndolo, es decir alfabetizándolo, se le abrían también las posibilidades de la prensa política, del sindicalismo, de la literatura, de la canción popular, ya que el tango no es música folclórica tradicional sino música urbana, sostenida y hecha posible por una elaborada cultura musical y poética. Sin inmigración y sin escuela (sin conservatorios donde enseñaban maestros italianos) no tendríamos tango.

La escuela moderna fijó en la enseñanza de la lengua, de la historia y de la literatura nacional el programa de una educación masiva. Las universidades debían proporcionar una élite ilustrada dentro de la cual se irían aceptando a los mejores hijos de los más pobres. Hoy es francamente ilusorio mantener esta confianza. Por una parte, porque ya sabemos que las élites no se moldean tan fácilmente. Por otra parte, porque la escuela no tiene seguridades sobre aquello que debe transmitir; no sabe si debe seguir las peticiones de los padres o las fantasías de los alumnos. Y eso en el caso de que padres y alumnos estén en condiciones de presionar sobre ella. Porque también están las escuelas de los pobres, ésas que difícilmente puedan ignorar las carencias materiales porque les ponen un límite de hierro.

La crisis de las certidumbres de la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX forma parte de la revolución comunicativa que Lyotard anunciaba con el estallido de su provocación: "En el próximo siglo, no habrá más libros". Hablaba del siglo XXI y, por lo menos en esta primera década, sigue habiéndolos y se seguirán imprimiendo porque son parte de un vasto y millonario mercado mundial. Pero, valdría la pena detenerse a pensar qué quería decir realmente la frase. En este siglo XXI hay pantallas, blogs y periodismo en todos los formatos, incluso en el antiguo formato de los libros.

Texto del 19/11/2007
Beatriz Sarlo (Argentina, 1942)

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