El mercado tenía lugar los martes en la villa de Arribalejos, y casi nunca faltaba al mismo la princesa Isolina, que hacía el camino en tartana engalanada y acompañada por dos de sus doncellas, desde su castillo situado en la cima del monte cercano. Venía en parte por el puro placer de mirar y comprar, fruslerías casi siempre, aunque lo cierto es que a esa visita no era ajeno el interés de su padre el rey, cuyos consejeros le habían hecho ver la importancia de no pasar por alto la imagen de acercamiento al pueblo llano.
Era la princesa una muchacha en pleno brote juvenil, más bella que un icono de virgen de iglesia, tan blanco su rostro, tan blancas y cuidadas sus manos, tan negro su pelo, tan asombrados de puro grandes y tan profundos de puro oscuros sus ojos. Ignoraba que esa su belleza habría de ser su peor enemigo. Porque, y a pesar de que a nadie se le ocultaba que la criatura estaba vedada a los pueblerinos, en ella dio en poner sus ojos y su corazón y sus buenas intenciones —y las malas también— el bueno de Rigoberto, hombretón de porte agraciado y dueño de una de las más prósperas granjas de los alrededores, pero de humilde condición a fin de cuentas. Y de aquí no hubieran pasado las cosas de no ser porque en Rigoberto tenía puestos a su vez sus ojos y su corazón, y sus buenas y también sus malas intenciones nada menos que Maruja, mozuela de buen ver amén de mujerona de sangre bullente.
Para la gente del pueblo era Maruja la del Molino Quemado, y una cierta reserva le mostraban, porque corrían habladurías que venían de antiguo, de antes del incendio del molino, del cual solamente ella había resultado con vida. Pero una vez al año, llegada la noche de San Juan, forasteras que estaban en el secreto acudían desde muy lejos al aquelarre que se celebraba en la explanada trasera del molino; mientras, en el villorrio, a cuatro leguas de allí en pleno valle, todo eran hogueras y danzas y cánticos y carcajadas, y el vino corría de mano en mano en botas y porrones y desaparecía de gaznate en gaznate, hasta bien entrada la mañana, en que cada mochuelo se recogía a su olivo. Ellas, a las que juntaban otros afanes, se retiraban apenas anunciada el alba, no sin desearse buenas brujerías.
Y fue a causa de la fijación amorosa de Rigoberto que Maruja tomó ojeriza a la princesa, y dio en urdir una trama en contra suya. Con la paciencia de la maldad, comenzó por apartar los ingredientes necesarios. Tenía de todo, que no en vano venía de familia de alquimistas y en el sótano del molino seguían intactos matraces y probetas y morteros y alambiques y toda clase de combinados químicos, además de libros cuyas fórmulas crípticas había aprendido a leer de su abuelo. Sacó del cajón tres rabos de comadreja, cazadas en noche de conjunción de plenilunio y equinoccio de primavera, y secados al sol durante una semana de canícula estival. Puso junto a ellos las púas de erizo que guardaba en un tarro de arcilla; luego arrimó también el extracto de babas de salamandra. Y finalmente separó lo que iba a dar al brebaje su verdadera potencia diabólica, y que consistía en la raíz del tubérculo del que solamente ella, de entre todas las brujas del orbe, tenía el secreto. Había que arrancar la planta durante la estación otoñal, justo cuando las hojas del gigantesco ginkgo biloba, a cuyo pie crecía, tomaban ese color amarillo subido que las convertía en monedas doradas para la vista; tenía que ser el árbol hembra, que a Maruja le había sido fácil reconocer por el olor fétido que desprendían sus bayas cada primavera. Machacó las raíces concienzudamente en el mortero de jade reservado para las ocasiones trascendentes.
Entonces esperó a que fuera noche de luna llena, y a que la estampa circular del astro estuviera en lo más alto de su trayectoria celeste, y cuando estimó que había llegado ese instante, fue arrojando uno tras otro los antes referidos ingredientes en la olla que colgaba de una cadena que se perdía por el hueco de la chimenea y en la que desde hacía rato bullía el agua acosada por el fuego, la ferocidad del cual lamía la caldera con múltiples lenguas de lagarto que cambiaban rápida e incesantemente de color, amarillo, rojo, amarillo otra vez, un destello de azul al fondo, vuelta al amarillo, y así todo el tiempo en un juego incesante e hipnótico.
Apuntaba el clarear del día cuando el preparado adquirió el espesor requerido. En ese momento, vertió agua sobre las brasas, dejó que se enfriara el jarabe y empapó en él un espléndido racimo de uvas, escogido también de antemano, y que al rato cobró un hermosísimo brillo perlado. En la cesta de mimbre dispuso un paño, y sobre el mismo depositó el racimo y lo cubrió plegando las cuatro puntas de la tela. A continuación se arregló con esmero y se dirigió a la villa, en cuya plaza colocó su puesto de flores, frutas y hortalizas, productos todos de su huerto. Y esperó, manteniendo oculta la cesta del racimo de uvas.
La princesa acudió como siempre al mercado, a pesar de la advertencia del ama de que cuidara que era día trece y martes, y a pesar también de que esa misma tarde estaba anunciada la recepción de los nobles jóvenes aspirantes a su mano. El rey, en efecto, había considerado llegada la ocasión de esposar a su única heredera, y había dado a conocer la noticia en todos los reinos y feudos de los alrededores. Estaban previstos festejos y juegos a modo de contiendas, y el monarca se reservaba ponderar las ofertas, y sería él mismo el que decidiría cuál de entre todos los caballeros se había hecho merecedor a convertirse en su yerno.
Cuando la princesa pasó frente a su tenderete, Maruja la abordó, ofreciéndole el racimo en la cesta, apartados los picos del pañuelo:
—Sabed, amada Princesa —dijo con un amago de reverencia— que ha mucho tiempo que aguardo la ocasión de haceros una modesta ofrenda. Soy una campesina que apenas si tiene nada, pero este racimo que os ofrezco ha crecido en mi pequeño huerto, y he puesto en su cultivo todo el amor y el respeto que os profeso como súbdita que soy de vuestro reino. Os ruego que lo aceptéis como el pálido presente de una vuestra tan entregada como humilde sierva.
—No sería yo digna de mi noble estirpe —le contestó agradecida la princesa— si no supiera ponderar la vuestra ofrenda por lo que vale realmente, y que no es el precio que por él se pudiera pagar en los mercados, sino el que le concede el cariño que lo acompaña, según manifestáis y yo en verdad doy por sincero.
La princesa Isolina tomó con gesto grácil la cesta que le ofrendaba Maruja y la entregó en manos de una de sus damas, a la que dijo:
—Portad este presente con el cuidado del que es merecedor, pues siendo, como resulta evidente, hermoso a la contemplación de la vista, lo es todavía más a causa de la intención de la cual es emblema.
En el camino de regreso a palacio, la princesa no pudo resistir la atracción del racimo, que a los rayos del sol refulgía como si fuera de brillantes, de modo que comió del mismo, habiendo repartido unos gajos entre sus doncellas y el cochero, que celebraron la exquisita calidad del manjar.
Llegada a palacio, los acontecimientos se agolparon en avalancha. Tratando de hacer tiempo por haber llegado antes de la hora prevista, el conde Edgardo se paseaba con su séquito por los alrededores del estanque de las ocas. Nada más verlo la princesa se prendó de él, bajo el influjo del brebaje, que ya le había inoculado la ponzoña que afloja las bridas que sujetan la castidad. Edgardo comprobó que era cierto todo cuanto se decía de la belleza de la princesa, aunque no así lo que tenía oído de su recato, pues sintió en su piel la mordedura de la ávida mirada de la joven.
Esa misma tarde, antes de la cena de recepción, Edgardo leía el billete que le había hecho pasar la princesa, ayudada por los buenos oficios de su dama de confianza: «A medianoche, en la pérgola sur». Y a medianoche, en la pérgola sur, dos siluetas recortadas contra el tenue reflejo del estanque en el que rielaba la luna mantuvieron una enfebrecida danza de abrazos.
Muy temprano a la mañana siguiente el salón del trono era escenario de un escándalo atronador. Alguien que quiso distraer el insomnio dando un paseo por la zona meridional del jardín había ido al rey con los nombres y pormenores de la escena, y su majestad, convocado su consejo en pleno, daba tremendos golpes con el cetro sobre la mesa de caoba, gritando colérico cosas como deshonra, deshonra y cómo ha podido hacerme esto a mí, esta hija que ya no reconozco mía.
La princesa supo pronto, gracias a las doncellas que sabían dónde aplicar el oído, las decisiones que se tomaban en el salón del trono. Para su destino se barajaba la torre Norte de por vida; para el de Edgardo se hablaba incluso del cadalso. Por suerte para los dos jóvenes, los caballeros del séquito de Edgardo se las arreglaron para sacarlos ocultos bajo un montón de heno en una carreta tirada por cuatro bueyes, hasta que ya consideraron que la distancia les protegía, y pudieron seguir el camino a caballo hasta el condado del padre de Edgardo. El señor conde montó también en cólera al conocer lo sucedido. Tenía puestas sus esperanzas en ese enlace, porque su feudo se hallaba económicamente exhausto, tras siete años de impenitente sequía. Así que Edgardo e Isolina fueron exiliados de inmediato, y terminaron hallando refugio en un reino lejano, al que no llegaban nunca las noticias de más allá de la frontera natural que definía una cadena montañosa.
Con el tiempo y no pocos esfuerzos pudieron hacerse con una cabaña, y montaron una destilería de alcohol de patata, que otra cosa no daba el huerto. Con eso se arreglaban y cuando nació el niño, Isolina fue feliz unos meses, hasta que se revelaron los graves problemas de salud del pequeño, que amargarían la vida de los padres. Edgardo trató de huir de la realidad buscando distracciones licenciosas fuera del hogar, e Isolina adoptó la costumbre de ocultar por todos los rincones botellas del destilado que producían, del que bebía a escondidas hasta que las penas se volvían turbias y distantes. Y, al menos hasta donde tenemos noticia, ni fueron felices ni comieron perdices.
Y es que hay cuentos que terminan como la vida misma.
1 comentario:
Sutil (casi con humor negro) transición de cuento maravilloso a cuento realista,con algunas salpicaduras irónicas que la van configurando.
Es llamativo el espacio que ocupa en el cuento la bruja Maruja. ¿Será que Pedro Crespo se identifica con ella, porque es igualmente hábil en lo suyo?
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