Era un atareado día de ejecuciones y él despachaba cada hombre con graciosa velocidad; las cabezas rodaban en el polvo. Llegó el duodécimo hombre, empezó a subir el patíbulo y Wang Lun, con un golpe de su espada, lo decapitó con tal celeridad que la víctima continuó subiendo. Cuando llegó arriba, se dirigió airadamente al verdugo:
-¿Por qué prolongas mi agonía? -le preguntó-. ¡Habías sido tan misericordiosamente rápido con los otros!
Fue el gran momento de Wang Lun; había coronado el trabajo de toda su vida. En su rostro apareció una serena sonrisa; se volvió hacia su víctima y le dijo:
-Tenga la bondad de inclinar la cabeza, por favor.
Arthur Koestler (Hungría, 1905-1983)
5 comentarios:
Inclino mi cabeza ante la tremenda contundencia de Koestler. No sin dejar de sujetarme la frente, claro.
Quizá no sea del todo imposible: la muerte no se produce instantáneamente en la decapitación. Se ha visto parpadear a decapitados, y se dice que Luis XVI lo hizo cuando el verdugo exhibió su cabeza a la muchedumbre ("la vil multitud", que decía Thiers).
Pero sólo la guillotina puede producir tal impieza. La pobre Ana Bolena tuvo que sufrir varios golpes de hacha antes de que su cabeza quedara desgajada del tronco. ¿Cuáles debieron de ser sus pensamientos en esos interminables segundos?
Debieron ser pensamientos entrecortados...
¡Ja, ja, ja! ¡Muy acertado, Alina!
El caso de decapitados guiñando el ojo a las señoritas presentes también es muy ilustrativo de la proverbial habilidad de los hombres para valorar sus posibilidades con las mujeres.
¡Espérame que acabo enseguida, chata!
Vuestros comentarios me recordaron el relato de Dumas "La bofetada a Charlotte Corday". En breve en vuestras pantallas.
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