Dedicado a Rafa,
compañero de sus títeres.
Era el tercer día consecutivo que Hans pedía ver a Evaristo.
―En cuanto te pongas bueno ―le prometió su madre. Tan pronto le fue posible contener el sollozo (el doctor había sido franco con ella esa misma mañana) continuó.
―Será pronto, ya verás. Cuando volvamos a casa, lo primero que haremos será ir a ver a Evaristo.
Hans era de buen conformar, para ser un niño que estaba por cumplir los cinco años. No hacía mucho que había pasado dos semanas en el mismo hospital, y cuando salió hubo fiesta en casa y fueron a distraerse a la plaza de la Domkirke, la catedral, y allí fue donde Evaristo le había estado amigo. También hay que decir que Hans fue el único niño que le había ofrecido bombones.
Mientras tanto, y no muy lejos de allí, en la plaza de la catedral,
«Una historia ha comensáado,
párese un cuento imposiíble,
es una historia de amoooór-uoh,
dos instrumentos sensibles...»
cantaba Evaristo, con voz de
Evaristo había nacido en el trayecto de Sevilla a Dinamarca, con estación en Holanda. Mejor si decimos durante el trayecto, porque el parto tuvo lugar por etapas. Y en cuanto a lo de nacido, tampoco es exactamente la expresión adecuada. Evaristo no había venido a este mundo de vientre de mujer, creciendo a partir de una semilla hasta hacerse grande. Trataré de explicarme. ¿Saben lo de «El Moisés» de Miguel Ángel? A mí me contaron muy en serio ―y de verdad que lo creo― que el Moisés estaba dentro de una piedra colosal, y que fue naciendo a medida que le iban restando a golpe de cincel lo que tenía de más. Pues cosa parecida ocurrió con Evaristo, sólo que lo sacó Rafa de un bulto de gomaespuma, y a golpe de tijera. Lo primero que asomaron fueron sus orejas de largos y afilados pabellones, como corresponde a su categoría de duende. Luego se apreció su boca enorme, su nariz ganchuda, las concavidades y convexidades de sus ojos, su frente ya desde entonces permanentemente fruncida... Por último fueron los toques de tinta ―sus perspicaces pupilas―, los pelillos de sus cejas albinas sujetos con pegamento, sus manos y su túnica de color rojo Burdeos. Y el negro sombrerito troncocónico, a medio camino entre un capirote de brujo y un sombrero cordobés, y el bonete con el que también se cubría la cabeza en ocasiones. ¡Ah! y el ‘piercing’ en la oreja izquierda, que le daba un equívoco toque agitanado.
La verdad es que el tipo vivía bien, siempre haciendo lo que quería, consentido como estaba. La mayor parte del tiempo se la pasaba durmiendo, que es lo que más le gustaba. Cuando viajaban, era Rafa el que conducía la furgoneta, y él se acomodaba en el salpicadero, desde el que casi sentía el continuo venir resbaladizo de la cinta de la carretera, mientras contemplaba el paisaje de los alrededores, tan verde, tan llano, tan igual a sí mismo y tan limpio en Dinamarca, y en España tan... eso..., tan diverso.
«Una fábula inventáada,
un romance sin iguaál...»
Cuando Evaristo se cansó de cantar, hizo mutis. Por el foro, desde luego, siempre se hace mutis por ahí. Al poco reapareció por la parte posterior del teatrillo, y se aproximó al público que se había detenido a contemplar su actuación. Se situó junto al niño que zampaba galletas a dos carrillos y le arrebató una (se nos olvidó hablar del lado travieso de Evaristo) en un abrir y cerrar de ojos. En un abrir de ojos, mejor dicho, porque de cerrárselos se encargó el fornido chiquillo, que tenía de mal genio lo que escaseaba en estatura. Del puñetazo aplastó momentáneamente la cara de Evaristo; Rafa rodó también por el suelo junto con el duende, por solidaridad, aunque faltó poco para que no hiciera falta que fingiera.
Y así, tumbados boca arriba en el suelo, cuando aún no se habían extinguido las risas de los congregados, los encontró
Cuando Hans lo vio entrar en la habitación recobró por unos instantes el color rosado de su rostro, que su madre guardaba ya en el olvido. Y su sonrisa...su sonrisa... no doy con las palabras. Su sonrisa.
El duende besó a Hans en
En una lápida pequeña, en un cementerio con siempre césped y siempre flores de un pueblecito danés, el epitafio dice, al pie de una fecha: «Hans y Evaristo, amigos.»
Y es que Evaristo, según aseguraron los presentes, se negó rotundamente a soltar la mano de Hans.
La canción que se escucha íntegra al final lleva por título
Habichuela en Ronnie Scotts
y pertenece al álbum "El arte de lo invisible" del grupo Ketama (1993).
Son sus intérpretes:
José
Víctor Merlo: Contrabajo
Sergio Castillo: Batería
Jorge Pardo: Saxo soprano
Paco Ibáñez: Trompeta y fiscornio
6 comentarios:
La frenética producción de este blog impide, no ya comentar, sino estar al día de todo lo que se publica. ¿Y para cuándo veremos todas estas maravillas en papel?
¿No es cierto que está brotando una magnífica antología poética?
Más en el tablón de anuncios...
Me ha gustado mucho, ¡pero no puedo escucharlo!
Lo estoy escuchando.
...Y me ha vuelto a gustar.
que glosario, pardiez, ésto merece un anuario editado en papel
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